La imagen que hoy nos convoca es un excelente ejemplar de pintura altomedieval. Se trata de una página perteneciente al libro Codex Aureus de Echternach, donde “codex” indica que el tomo se ejecutó con formato de códice o libro de páginas en lugar de formando un rollo, “aureus” hace referencia al uso de oro como material para la escritura y Echternach al lugar donde se realizó.
La abadía de Echternach, actual Luxemburgo, pertenecía en las fechas de realización de este manuscrito al Sacro Imperio Romano Germánico; entre 1030 y 1050 aproximadamente. La dinastía otónida había concluido su gobierno del imperio, y la que ahora ostentaba la corona era la dinastía sálica o francona. La región, eventualmente, pasó a manos francesas. El codex permaneció en la abadía hasta la revolución francesa, que clausuró el monasterio entre 1795 y 1796, y fue vendido a Ernesto II de Sajonia-Coburgo a principios del siglo XIX. Después de formar parte de su acervo hasta la mitad del siglo XX, esta familia lo vendió al Museo Nacional Germano de Núremberg, donde permanece hasta hoy.
Vamos al libro. Entre sus pesadas tapas de oro, marfil y gemas, como se estilaba en libros de esta envergadura, se compilan 136 folios de pergamino, cuyo contenido principal son los Evangelios. Para comprender una de las características propias de este códice, debemos remontarnos a la última parte de la Temprana Edad Media; concretamente, a la copística de libros del Sacro Imperio Romano o Imperio Carolingio (800-843). Durante el gobierno de Carlomagno –que da su nombre al imperio–, éste procuró estimular la copia de libros antiguos, concediendo gran valor a la cultura y a la Antigüedad, y dando origen a un renacimiento cultural conocido como “Renacimiento carolingio”. Pero la copia de libros, por cansadora que pueda parecernos hoy, puede ser además muy dificultosa si consideramos que hasta entonces había estilos muy diversos de letra manuscrita, con recurrencia a una ornamentación que dificultaba la lectura y, desde luego, la posterior copia. Carlomagno entonces impulsó el desarrollo de un tipo de letra más sencilla de copiar y de leer: la minúscula carolingia. Abajo vemos dos ejemplares de escritura. El primero es de escritura merovingia, llamada así porque el pueblo franco estaba gobernado por esa dinastía, sucedida después por la carolingia. El segundo ejemplar, bastante más sencillo, menos ornamental y más fácil de interpretar, es de minúscula carolingia:
Los esfuerzos de Carlomagno no se detuvieron allí. Invitó a monjes de diversos orígenes al nuevo imperio que procuraba emparentarse con el antiguo, y acudieron desde el este y desde el oeste intelectuales como Alcuino de York, numerosos copistas y artistas. El eclecticismo que caracterizaba los nuevos libros carolingios se debía especialmente a las características tan distintas que aportaron los recién llegados, especialmente los monjes insulares, donde destacaron los irlandeses; y por otra parte, también los bizantinos. Muchos de éstos se habían trasladado al nuevo imperio occidental a causa de las luchas intestinas de su propio imperio, entre iconódulos (quienes veneraban las imágenes religiosas) e iconoclastas (quienes abjuraban de ellas por considerarlas humillantes para los seres sagrados). Dos veces alcanzaron los iconoclastas el trono imperial oriental, al principio prohibiendo la realización de nuevas obras, para después destruirlas y, finalmente, mutilar o incluso matar a los artistas que las producían. De modo que muchos artistas bizantinos en peligro se debieron trasladar al nuevo imperio occidental, y con ellos llevaron su estética.
Ahora bien, los libros bizantinos tenían un estilo de ornamentación muy reconocible: las páginas de pergamino eran teñidas de púrpura, el color imperial, la mayoría del texto se escribía en plata y las partes más importantes, en oro. Cuando estas formas decorativas se implementaron en el imperio carolingio, algunas cambiaron y otras se sostuvieron: el púrpura permaneció en muchos libros, pero la mayoría del texto se escribió en oro. Cuando el imperio se dividió entre los nietos de Carlomagno en 843, la corona imperial correspondió a la parte oriental, la germánica. En el Sacro Imperio Romano Germánico continuó cultivándose esta manera de embellecer los libros.
Vamos a nuestra página. Corresponde al Evangelio de San Lucas, que incluye varias parábolas de Jesús, como ésta: la del pobre Lázaro y el rico epulón. Se trata de una página completamente dedicada a una imagen, entre tantas otras dedicadas al texto de los evangelios. El rectángulo exterior está pintado de púrpura con ese motivo: realzar cada folio para elevarlo al estatus de libro imperial, encargado, en este caso, por Enrique III. La miniatura –que, recordemos, no quiere decir “cosa pequeña” sino ilustración de un pasaje del texto– está dividida en tres registros separados por rectángulos también pintados de púrpura y con escritura dorada. No hay registro del nombre del artista o artistas que la realizaron.
Antes de empezar a leer esta imagen, tenemos que entender que el arte medieval no está interesado en el aspecto visual de las cosas sino en otros más conceptuales; a esto lo llamamos
arte abstracto. Al artista medieval no le importa copiar el aspecto de un mantel en una mesa; lo que le interesa es transmitir si hay, o no, tal mesa, sobre todo en una parábola acerca de la riqueza o la pobreza. Entonces, vamos a la historia.
En el capítulo 16 del Evangelio de Lucas se cuenta la historia de un pobre hombre de nombre Lázaro, que no tiene nada. Está enfermo de lepra y mendiga para comer. Se opone su figura a la de otro hombre, tan rico que se viste de púrpura –otra vez, signo de riqueza– y que banquetea todos los días: el rico epulón (es decir, perteneciente a un colegio sacerdotal romano, pero término que también significa glotón). El primer registro de los tres da cuenta de esto:
El artista medieval, como ya dijimos, no tiene interés en mostrar una arquitectura convincente, sino una idea. No basa la imagen en sus ojos, sino en su mente. No importa el aspecto del palacio del hombre rico; lo que importa aquí es el aspecto expresivo adentro-afuera. En el frío de la noche, desnudo, con el cuerpo llagado por la lepra y perros que lamen sus heridas, está el pobre Lázaro. Como en el arte abstracto lo más importante es la información y no la visualidad, el artista recurre a un lenguaje ajeno al de la imagen e introduce la palabra escrita: el nombre de Lázaro flota encima de su cabeza. Dentro de la mansión, aunque la mesa tiene varios platos y jarras, el epulón, tan parecido a Lázaro y a la vez tan diferente, recibe más. Observemos un rasgo que suele aparecer en las formas artísticas abstractas: la repetición rítmica, en este caso en los pliegues del mantel al caer. Éstos se disponen de manera acompasada, formando líneas paralelas que cada tanto se articulan en eventos simétricos. Lázaro pide los desperdicios de esa mesa, pero le son negados.
Cuando llega la hora de la muerte, el alma de Lázaro, que ha sido bueno, va al Paraíso, donde es acogido en el seno de Abraham:
Sobre la tierra dura, muere Lázaro –cuyo nombre vuelve a aparecer para facilitar nuestra comprensión–. Su alma es recibida por los ángeles con tanto amor y respeto que éstos tienen las manos cubiertas. Ese alma recién nacida, llamada anímula para denotar su pequeñez y juventud, vuelve a aparecer sobre las rodillas de Abraham a la derecha, evocando la costumbre antigua de reconocer a los hijos infantes colocándolos sobre el regazo. Árboles paradisíacos dan marco a la imagen; no los reconocemos porque, una vez más, el artista nada más quiere informarnos someramente que este es un lugar muy diferente de aquél donde murió Lázaro. Aquí vemos otra vez una disposición rítmica en todas las demás almas que rodean a Abraham, que parecen más naipes que cuerpos.
El rico epulón, ese hombre tan parecido a Lázaro y a la vez tan diferente, muere:
El artista está muy interesado en que notemos esa semejanza y diferencia, por lo que establece una disposición de escenarios muy parecida en el segundo y el tercer registro. Aquí, en el tercero, el hombre rico muere; donde Lázaro lo hacía solo sobre la tierra, aquél lo hace en su cama –tan parecida a la mesa– rodeado de su familia. Pero su fortuna postmortem es diferente: un par de demonios arrancan su anímula de cualquier manera y otro la transporta hacia el infierno. Parece un cómic con viñetas, donde en la tercera aparece tres veces el mismo personaje; y es que el cómic fue un producto cultural del siglo XX, que a esa altura ha hecho las paces con el arte abstracto a través de las vanguardias de sus primeras décadas. La aparición varias veces de la anímula opera de manera semejante al nombre escrito de Lázaro: el artista se asegura de que entendamos qué ocurrió. Su última aparición es en las llamas del infierno, donde está de pie, no sobre las rodillas de Abraham, sino sobre las de Satanás, a quien reconocemos por encontrarse atado, según es descrito en el libro del Apocalipsis. Aquí, rítmicamente se alternan las llamas, los condenados y los demonios. El alma del hombre rico suplica piedad a Abraham, tan inútilmente como Lázaro al pedir las migajas de su mesa.