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La intervención de las Sabinas


Jacques-Louis David, La intervención de las Sabinas, 1799. 385 × 522 cm, Museo del Louvre.



Aunque nadie puede dudar que esta obra está pintada con gran maestría, este cuadro y otros semejantes determinaron un antes y un después en la carrera de Jacques-Louis David, que hasta entonces había sido solamente ascendente.

Estamos ante una obra neoclásica. El prefijo “neo” indica que hubo otros clasicismos antes, y efectivamente, hubo muchos: el de la Antigüedad, el del Renacimiento, el del Barroco francés, y finalmente, el de la Francia inmediatamente posterior a la Revolución Francesa. Cada regreso del espíritu clásico había tenido, además de las necesarias características en común, tipologías singulares. La del Neoclasicismo era la nueva y riquísima documentación provista por recientes hallazgos arqueológicos y la publicación del libro Antigüedades de Atenas. Grecia, entonces parte del Imperio Otomano, podía resultar un sitio más o menos hostil para ser visitada por la Europa occidental, pero los arquitectos ingleses James Stuart y Nicholas Revett la habían explorado en 1751 y publicado ese libro con varios grabados, desatando –junto con otros motivos– en un renovado interés que culminaría en el desarrollo de este nuevo renacer de las formas clásicas.

Cómo distinguimos si estamos ante una obra de tipo clásico? Como esbozamos en otra oportunidad,  la obra neoclásica buscó ensalzar un pasado europeo grandioso en común: el grecolatino. Además de por el tema, las obras de este estilo se distinguen por la forma en que son desarrolladas: la luz es pareja, racional, los colores son equilibrados, sin estridencias, y el límite y el orden son esenciales. En este caso nos encontramos ante la representación de una batalla y eso reclama caos; pero dos bandos –o tres– se distinguen perfectamente: los sabinos a la izquierda, los latinos a la derecha, y entre los dos, las mujeres que dan título a la obra: las sabinas.

Los latinos, liderados por Rómulo, se han asentado en una de siete colinas de la región italiana del Lacio, fundando Roma. La mitología nos cuenta que, buscando mujeres, los latinos engañan al pueblo de los sabinos organizando unos juegos para distraerlos, y así secuestrar a las mujeres. Pasado algún tiempo, los sabinos se enfrentan a los latinos, pero las sabinas intervienen, interponiéndose entre los dos bandos, reclamando concordia. De la unión de estas dos tribus y la de los etruscos nacerá el pueblo de los romanos. Como veíamos recién, las mujeres tratan de salvar a los niños fruto de la unión con los invasores, aparecen en el centro de la escena. Los sabinos, con la Roca Tarpeya de fondo, a la izquierda, se enfrentan a los latinos, a la derecha, liderados por Rómulo y portando diversos estandartes, entre los que se distingue el de la Loba que lo amamantó. Este símbolo, que representará a Roma, se vuelve a ver en el escudo de Rómulo.

Este cuadro fue pintado por David en 1799, año en que Napoleón, hasta entonces miembro del gobierno del Directorio tripartito, lo derribó estableciéndose como primer Cónsul. Cinco años después, Napoleón se coronaría emperador. Francia, después de haber sido una de las monarquías europeas más antiguas, buscaba otras formas de gobernarse: se encontraba en un continuo estado de fundación. David, al pintar la Intervención de las Sabinas, reflexiona sobre la creación de Roma y su eventual destino, acaso tan glorioso como el de Francia podría serlo.

Todo hasta aquí suena muy serio y respetable, y nosotros, espectadores del siglo XXI, podemos asentir y continuar, salteando un gran detalle que los coetáneos a la factura de esta obra no ignoraron. ¿La guerra se hacía sin ropa? ¿Acaso los soldados se ponían las sandalias, la capa, el casco y nada más? La verdad es que no, y que el David vigoroso de obras previas, con ésta había cambiado de estilo. A partir de La intervención de las Sabinas, la preferencia por la romanidad en lo que a contenido y forma se refiere, cambió en su pintura cediendo paso a favor del gusto griego. La temática sigue aquí siendo grandiosa y de argumento romano, pero estamos ante un desplazamiento semejante al que podríamos encontrar comparando la mirada sobre la deidad de la guerra en las dos culturas. Donde Grecia aborrecía a Ares, Roma idolatraba a Marte. Y en esta escena de guerra, a diferencia de los conflictos anteriores tratados por David, no triunfa Marte sino Venus.

Con el fin del siglo XVIII, David fijó su mirada en Grecia; más concretamente, en sus artes pictóricas. Como ya compartimos, de la pintura griega mural o de caballete se conserva muy poco, pero afortunadamente nos han llegado muchísimos ejemplares de vasijas pintadas.
 

Crátera de figuras rojas. Producido en Italia, c. 400-390"


Crátera de figuras rojas. Producido en Italia, c. 400-390 A. C.


En muchas de ellas podemos apreciar que el concepto de masculinidad se muestra de manera perfectamente explícita. Por otra parte, es interesante considerar que el parámetro de belleza en la antigua Grecia clásica (aprox. 450-400 A.C) era el desnudo masculino; esto cambiará, más o menos, a partir de la fecha de la vasija que vemos. Allí el Clasicismo mutó en Postclasicismo. Los artistas postclásicos comenzaron a investigar las posibilidades del desnudo femenino, y eventualmente éste desplazó al masculino como foco de interés.

David, en la búsqueda de rigor histórico, se inspiró para su cuadro en la pintura griega sobre vasijas. Pero los guerreros de la crátera funcionan, probablemente, por ser antiguos (la antigüedad conlleva un peso y respeto no fáciles de ignorar), y por estar tratados como lo que son: pintura decorativa de vasijas. Cuando el mismo tema de guerreros se traslada en el siglo XIX a la pintura al óleo y al gusto cuasi fotográfico del neoclasicismo, estamos, tal vez, en problemas. Un cuadro como éste podría ser tachado de ridículo.

Pintar como David lo hacía es muy difícil; su base de dibujo requería muchos años de práctica, y lo mismo la aplicación del color. Los artistas que aspiraban a la gran pintura aprendían esta forma de arte en las Academias; de allí proviene el calificativo de “academicista”, que se usa para denotar esta manera de pensar el cuadro, partiendo del summum, ideal. Aunque, cuidado, porque en este tránsito en las alturas, la caída puede resultar estrepitosa. Pinturas como ésta condujeron a la acuñación de un término nuevo: pintura “Pompier”, expresión que literalmente significa “pintura-bombero”. Los responsables son los guerreros de David, desnudos pero con el casco puesto; la asociación provendría, probablemente, de los cascos de los bomberos del siglo XIX. Esta forma de pintura se aplicó tanto a la idealización de la forma, que dejó de lado, abandonado, cualquier viso de coherencia. La búsqueda de perfección del academicismo –término más amable que “pompier”– causó la pérdida de la fuerza del Neoclasicismo original, y eventualmente su dulzura podría resultar empalagosa. Sobre todo si se está reflexionando sobre la fundación de una nación.


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