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Los lictores llevan a Bruto los cuerpos de sus hijos


Jacques-Louis David, Los lictores llevan a Bruto los cuerpos de sus hijos. Óleo sobre lienzo, 323 × 422 cm, Museo del Louvre.


En esta ocasión estamos ante una de las cumbres del arte Neoclásico. Este es el David más valorado: el del sostén de los valores del estoicismo y la lucha, por encima del que vimos la última vez.

Comencemos estableciendo que el del título no es Marco Junio Bruto, el que gestó el asesinato de Cayo Julio César en el año 44 A. C., sino un antepasado suyo bastante anterior, Lucio Junio Bruto.

Desde el inicio sabemos que estamos ante una tragedia. El gobierno de Roma, hasta entonces conducido por una sucesión de reyes, llega a su peor episodio cuando el hijo del séptimo y último rey, Tarquino el Soberbio, viola a una mujer casada, Lucrecia; pero esto apenas fue la gota que derramó el vaso. El hartazgo ante los abusos de Tarquino se concretó en su expulsión y la de su familia, y en la instauración de una nueva forma de gobierno: la República Romana, pocos años después del 500 A. C., conducida por un Senado o consejo de ancianos permanente, y dos cónsules, uno de los cuales fue Bruto. Pero los hijos de éste se aliaron a los de Tarquino para asegurar su regreso y la restauración del reino. Bruto tuvo que elegir entre sus propios afectos familiares y el bien de la flamante República, y como el título de la obra nos indica, eligió el camino del sacrificio.

La vista del ingreso de los cadáveres es demasiado abrumadora para las mujeres de la casa, situadas a la derecha de la obra; rodeadas por asientos ahora vacíos, solo la esposa de Bruto extiende el brazo hacia ellos, inclinándose en esa dirección. Todas las demás muestran rechazo. Una de sus hijas se ha desmayado y la otra intenta tapar la realidad con las manos, mientras que una cuarta mujer, a la derecha, se cubre el rostro. Después de los “desmanes” del Rococó –según sus detractores–, el Neoclasicismo buscó ordenar y distribuir los afectos, otorgando una vez más a las mujeres el lugar del sentimiento, y a los hombres el de la razón. Los hombres aparecen sobre la izquierda de la obra, en la figura de los lictores, Bruto y los cuerpos de sus hijos.

Los lictores eran funcionarios públicos, normalmente reconocibles porque portaban un haz de varas atado con tiras de cuero, cuya primera simbología corresponde al proverbio “la unión hace la fuerza”: cada vara podría partirse con facilidad por sí misma, pero en conjunto resultaría imposible. Esos haces de varas, visibles en el cuadro, se llamaban fasces, término del cual eventualmente surgirá el de “fascismo”. Su segunda simbología es la de la disciplina, en la forma de azotes que tenían la capacidad de aplicar, o bien la muerte, si los fasces además contaban con un hacha. Esta diferencia entre fasces con o sin hacha dependía de si el lictor estaba dentro o fuera del pomerium o territorio sagrado de la ciudad de Roma. Por lo que vemos, los del cuadro no tienen hacha, por lo que inferimos que la acción ocurre dentro de la ciudad.

Bruto elige sostener la República, sacrificando a sus hijos varones. No lo hace sin conflicto, por cierto. Una de las características más comunes en las obras de tipo clásico es la distribución pareja de la luz, de forma que no haya claroscuros abruptos que pudieran atentar contra nuestra comprensión del cuadro. Y aunque aquí tampoco las sombras nos confunden, David las distribuye con generosidad, a los fines de crear un clima no solo didáctico, sino también emotivo, exponiendo el sacrificio como lo que es: una privación, un padecimiento. Sin sufrimiento, no lo sería. Mientras la luz emparenta a la madre con sus hijos, Bruto se retuerce de dolor en las sombras, estrujando la orden de ejecución en su mano. Pero no llora, y la mirada es resuelta: en las mismas circunstancias, lo volvería a hacer.

Lo que lo motiva está muy cerca. Bruto apoya un codo en un monumento escultórico que representa a Palas Atenea, diosa de la guerra y la sabiduría, aquí resignificada como Roma, tal como indica la inscripción a sus pies. Se trata del objeto más oscuro de toda la obra; es una Roma triunfante, según vemos, porque sostiene en su mano derecha una estatuilla que simboliza a Niké, la diosa de la victoria, mientras que en la otra lleva una vara de mando. A los pies de la escultura, en la base del monumento, en forma de relieve, el origen de todo: la loba que amamantó a los mellizos Rómulo y Remo.

Como compartimos con anterioridad, el Neoclasicismo se distinguió de otros períodos clásicos previos por su recurrencia a la documentación. Un ejemplo lo encontramos en este cuadro. Para la imagen de Bruto, David se inspiró en una escultura de la época que describe (la republicana): un bronce identificado –sin verdadero fundamento– como, justamente, Lucio Junio Bruto, y conocida por su situación en los Museos Capitolinos, como el Bruto Capitolino. A continuación veremos una comparación entre la escultura antigua, un boceto preliminar y un detalle del cuadro.


  


El año de la obra es 1789. David, entusiasta revolucionario, enseña a sus compatriotas que, en la hora de derrocar viejos regímenes, el bien común siempre debe ser más importante que los tal vez mezquinos intereses personales; por eso hacíamos referencia, renglones más arriba, a la función didáctica de este tipo de cuadros.

Por último, resultará interesante comparar la obra terminada con uno de los muchos estudios preparatorios que se conservan y que son clara muestra del interés del artista por este tema.



Vemos que la acción continúa llevándose a cabo en una habitación iluminada por la izquierda, de estilo dórico. Considerando la distribución de caracteres en los órdenes clásicos, donde el dórico es relacionado con el Hombre, el jónico con la Mujer y el corintio con una Doncella, David nos ubica en el universo de Bruto, subrayando su protagonismo. Como vemos, la distribución de las figuras en el espacio se sostuvo desde el estudio hasta el óleo, pero no la cantidad. En el boceto vemos más; justamente coincidiendo con el sitio de cada silla vacía, había hombres que las miraban, señalando así a los que ya no están. En el óleo final, con más ausencias, sin el consuelo que otras “racionales” figuras masculinas podrían proporcionar y junto a una Roma más dilatada y oscura, a Bruto no le queda más que padecer.

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