En los albores del nuevo siglo, una mujer joven ha entrado en una habitación en penumbras donde una pareja mayor compartía una lectura. Su aparición es inquietante.
La hija pródiga, de John Collier. 1903, óleo sobre tela. Galería Usher, Lincolnshire, Inglaterra.
El cuadro, exhibido por primera vez en 1903 en la Academia de Londres, fue pintado por John Collier, artista y escritor inglés, cercano al círculo Prerrafaelita. Se trata, como las obras trabajadas por ese entorno, de un cuadro con un profundo contenido narrativo, con asociaciones literarias, en este caso, bíblicas.
La obra se titula La hija pródiga. Por supuesto, nos remite a la “Parábola del hijo pródigo”, del Evangelio de San Lucas; aquí el cuento refiere al hijo que, después de malgastar su parte de una herencia anticipadamente recibida, regresa arrepentido, y es recibido por su padre con los brazos abiertos. Este tema fue hermosa y sensiblemente tratado por Rembrandt –entre otros artistas– en el siglo XVII, con un desarrollo exquisito del alivio que produce a los dos el reencuentro, ante la mirada reprobadora del hijo mayor.
El retorno del hijo pródigo, de Rembrandt Van Rijn. 1662, 262 × 205 cm, óleo sobre tela, Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia.
En los albores del nuevo siglo, una mujer joven, ricamente vestida y adornada, ha entrado en una modesta y anticuada habitación en penumbras, donde una pareja mayor compartía una lectura. Su aparición –o reaparición– es inquietante. Comparemos su postura, con una mano en la cadera y otra en el picaporte, tal vez lista para volver a irse cuando lo desee, con la del “hijo pródigo” de Rembrandt, quien con el calzado destrozado y la cabeza rapada, se arrodilla y acurruca contra su padre. Esta hija se fue, y aquí está lo notable: ha vuelto, pero no arrepentida.
Las obras de gusto académico son las que mejor se ajustan a las instituciones de poder artístico; lo que lo excede, no se exhibe allí y debe moverse en otros circuitos. Durante la era victoriana, este tipo de pintura se inclinó hacia el desarrollo de grandes narrativas de tipo moralista; pero el conflicto entre el ideal y lo real, tal vez, necesitaba hacerse patente cada vez más, incluso en la pintura que mejor exhibía aquello. Collier fue un artista prolífico en retratos y en pintura moralista, pero son quizás sus “cuadros problemáticos”, como este, los más intrigantes.
No es casual que la “hija pródiga” sea pelirroja. En varias ocasiones, en el arte encontramos imágenes de María Magdalena vestida de rojo o con cabello rojizo, siguiendo la antigua costumbre romana que identificaba así a las prostitutas, continuando la asociación ocurrida en los primeros siglos de la era Cristiana, entre la discípula de Jesús y otra figura homónima, pecadora. Su presencia, además de reclamar nuestra mirada inmediatamente, invade la escena por partida doble, expandiéndose en el cuadro, en el reflejo del espejo circular.
La pregunta es, ¿con qué luz deseó John Collier que viéramos a su “hija pródiga”? ¿La de quién merece el rechazo, como se estilaba en esa época en la pintura sobre “mujeres caídas”? ¿O la de quien es recibida con un festín, incluso si no ha vuelto arrepentida? Y ya que hablamos de luces –otra analogía que podemos establecer con el gran maestro de la luz, Rembrandt–, veamos las de nuestro cuadro. La iluminación proviene de alguna lámpara sobre la mesa, dispuesta para la lectura de ese texto, acaso religioso, que pronunciaba el padre antes de la irrupción. Su figura no nos deja verla; solo la apreciamos a través del contraluz que expone su figura, y que revela su barba y cabellera rala. Su esposa se ha levantado, sobresaltada, con mirada ansiosa; su sombra tenue cubre parte de la pared. La de la hija, lo mismo que su gesto, es neta y determinada.